La calidad en la educación superior

Jorge Brito Obreque

Jorge Brito Obreque

En estos días en que el tema de la educación superior ha estado dentro de las noticias más destacadas, por la gratuidad y los resultados de las postulaciones tanto a las universidades del Consejo de Rectores como a las becas estatales, es necesario reflexionar cómo opera este mecanismo de movilidad social que, lamentablemente, desde hace casi tres décadas, está entregado a las leyes del mercado.

Mientras para algunos es un derecho, para otros, la educación es un bien de consumo. Ahí comienzan las grandes diferencias ideológicas que, como sociedad, nos han impedido avanzar como quisiéramos en las reformas que, al respecto, requiere este sector de nuestra sociedad.

Existe una especie de hipermercado tan grande y diverso, con una inmensa oferta de centros de formación técnica, institutos profesionales y universidades, que parte de la población pareciera olvidar que no da lo mismo dónde estudiar. Porque, para muchos, el “obtener un cartón” surge como la prioridad en este proceso que –así lo interpretan de manera sencilla– les debiera abrir las puertas hacia un mayor poder adquisitivo.

Sin embargo, existe un factor que nuestro propio sistema ha adoptado para, de una u otra forma, regular esta sobrepoblación de instituciones de educación superior y de carreras. Me refiero a la acreditación, aquél proceso que permite dar fe pública de las calidad de los procesos que se llevan adelante al interior de los planteles, tanto desde el punto de vista institucional como de los propios programas de pre y postgrado.

Es tanta la importancia que ha adquirido en su corta existencia, que ya es exigible para que los alumnos puedan acceder a los beneficios –becas y créditos– que el Estado les entrega a objeto de que puedan financiar sus estudios.

Esto ya da claras orientaciones respecto de que no da lo mismo dónde estudiar una carrera técnico profesional o universitaria. Inclusive, para Medicina y Pedagogía, la acreditación es obligatoria.

Es en atención a ello que, precisamente, más allá de las concepciones ideológicas que están detrás, lo que debemos tener presente es que una educación de calidad no sólo beneficia a quienes acceden a la ya señalada movilidad social, sino que, por sobre todo, a la sociedad que requiere de profesionales de primer nivel en todas las áreas.

Éste es el desafío de nuestros tiempos. Saber cómo enfrentar, administrar y gestionar una gran oferta, un modelo de regulación en proceso de expansión y una población cada vez más ávida porque sus hijos puedan acceder a la educación superior. Como sociedad, como clase política, como empresariado, debemos promover que los mejores talentos escojan y puedan acceder a aquellas instituciones que pueden dar fe pública de su calidad, de su seriedad, de su compromiso con el desarrollo efectivo de nuestro país. Sólo así podemos alcanzar niveles de desarrollo sociales, económicos y culturales que nos permitan acceder a un estándar de país desarrollado.

Publicado en .